BUREAU OF PUBLIC SECRETS


 

 

El placer de la revolución

 

 

Capítulo 3: Momentos decisivos

Causas de las brechas sociales
Convulsiones de postguerra
Efervescencia de situaciones radicales
Autoorganización popular
Los situacionistas en mayo de 1968
El obrerismo está obsoleto, pero la posición de los trabajadores sigue siendo pivotal
Huelgas salvajes y ocupaciones
Huelgas de consumo
Lo que podía haber sucedido en mayo de 1968
Métodos de confusión y cooptación
El terrorismo refuerza el estado
El momento decisivo
Internacionalismo

 

 


Capítulo 3: Momentos decisivos

“En cuanto el velo místico deja de envolver, revelando su trama, las relaciones de explotación y la violencia que expresa su movimiento, se descubre la lucha contra la alienación y se define el espacio de una claridad, de una ruptura, revelada de repente como una lucha cuerpo a cuerpo con el poder puesto al desnudo, expuesto en su fuerza bruta y su debilidad. . . . momento sublime en que la complejidad del mundo se vuelve tangible, transparente, al alcance de todos.”  (Raoul Vaneigem, “Banalités de base”)


Causas de las brechas sociales

Es difícil generalizar sobre las causas inmediatas de las brechas radicales. Siempre hubo una buena cantidad de buenas razones para la revuelta, y antes o después surgirán inestabilidades en las que algo debe cambiar. ¿Pero por qué en un determinado momento y no en otro? Las revueltas se han dado con frecuencia en períodos de progreso, mientras que se han soportado las peores condiciones. Aunque algunas han sido provocadas por la desesperación más completa, otras lo han sido por incidentes relativamente triviales. Los agravios que se han aceptado pacientemente tanto tiempo porque parecían inevitables pueden de pronto parecer intolerables una vez que su eliminación parece posible. La mezquindad de alguna medida represiva o la estupidez de cualquier patochada burocrática pueden poner en evidencia lo absurdo del sistema más claramente que una acumulación constante de opresiones.

El poder del sistema se basa en la creencia de la gente en su falta de poder para oponerse a él. Normalmente esta creencia está bien fundada (los que transgreden las normas son castigados). Pero cuando por una razón u otra bastante gente comienza a ignorar las reglas y lo hacen con impunidad, la ilusión colapsa por completo. Lo que se pensaba que era natural e inevitable se ve como arbitrario y absurdo. “Si nadie obedece, nadie manda.”

El problema es cómo alcanzar ese punto. Si sólo desobedecen unos pocos, pueden ser fácilmente aislados y reprimidos. Se suele fantasear a menudo acerca de las cosas maravillosas que podrían llevarse a cabo “si todo el mundo se pusiera de acuerdo en hacer tal o cual cosa a la vez.” Desgraciadamente los movimientos sociales no suelen funcionar de esta manera. Una persona con una pistola de seis balas puede mantener a raya a cientos desarmadas porque cada una de ellas sabe que los primeros seis en atacar serán asesinados.

Por supuesto, algunos pueden estar tan furiosos que ataquen sin hacer caso del riesgo; y hasta salvarles su aparente determinación convenciendo a quienes están en el poder de que es más prudente ceder pacíficamente que ser después aplastados despertando un odio aún mayor contra sí mismos. Pero es obviamente preferible no depender de actos de desesperación, sino buscar formas de lucha que minimicen el riesgo hasta que el movimiento se haya extendido lo suficiente para que la represión ya no sea factible.

La gente que vive bajo regímenes particularmente represivos comienza naturalmente por sacar provecho de cualquier punto de reunión ya existente. En 1978 las mezquitas iraníes eran el único lugar donde podía criticarse el régimen del Sha. Entonces las enormes manifestaciones convocadas por Khomeini cada 40 días comenzaron a proporcionar la seguridad del número. Khomeini llegó así a ser reconocido como un símbolo general de oposición, incluso por quienes no le seguían. Pero tolerar a cualquier líder, aunque sea como una mera figura representativa, es en el mejor de los casos una medida temporal que debería abandonarse tan pronto como sea posible una acción más independiente — como hicieron aquellos trabajadores petroleros iraníes que en otoño de 1978 creyeron tener la fuerza suficiente para ir a la huelga en días diferentes a los convocados por Khomeini.

La Iglesia Católica en la Polonia estalinista jugó un papel igualmente ambiguo: el estado utilizó a la Iglesia para que le ayudase a controlar a la gente, pero la gente también utilizó a la Iglesia para que le ayudase a soslayar al estado.

Una ortodoxia fanática es a menudo el primer paso hacia una auto-expresión más radical. Puede que los extremistas islámicos sean altamente reaccionarios, pero al desarrollar el hábito de tomar los acontecimientos en sus propias manos hacían complicado el retorno al “orden” y podían incluso, si se desilusionaban, llegar a ser genuinamente radicales — como ocurrió con parte de la igualmente fanática guardia roja durante la “revolución cultural” china, cuando lo que fue originalmente una mera treta de Mao para desplazar a algunos de sus rivales burocráticos condujo finalmente a la insurgencia incontralada de millones de jóvenes que tomaron en serio su retórica antiburocrática.(1)

 

Convulsiones de postguerra

Si alguien proclamara: “Yo soy la persona más grande, más fuerte, más noble, más inteligente y más pacífica del mundo,” sería considerado insoportable, cuando no loco. Pero si dice exactamente las mismas cosas sobre su país es tomado por un ciudadano admirablemente patriota. El patriotismo es extremadamente seductor porque permite al individuo más miserable librarse a un vicario narcisismo colectivo. El afecto nostálgico natural del hogar y la tierra es transformado en un culto estúpido del estado. Los miedos y resentimientos de la gente se proyectan hacia los extranjeros mientras sus aspiraciones frustradas de una comunidad auténtica se proyectan místicamente en su propia nación, que es vista de algún modo como esencialmente maravillosa a pesar de todos sus defectos. (“Sí, América tiene sus problemas; pero por lo que estamos luchando es por la América real, por todo lo que América representa realmente.”) Esta conciencia mística de rebaño resulta casi irresistible durante la guerra, sofocando finalmente toda tendencia radical.

Sin embargo el patriotismo ha ejercido a veces una función en la puesta en marcha de las luchas radicales (p.e. Hungría 1956). E incluso la guerra ha traído a veces revueltas entre sus secuelas. Quienes han soportado la mayor parte de las cargas militares, supuestamente en nombre de la libertad y la democracia, pueden reclamar al volver a casa una parte ajustada a lo que han aportado. Al ver las luchas históricas en acción y adquirir el hábito de tratar con los obstáculos para destruirlos, se hallan menos inclinados a creer en un status quo inmutable.

Las dislocaciones y desilusiones producidas por la I Guerra Mundial llevaron a sublevaciones en toda Europa. Si la II Guerra Mundial no ocasionó lo mismo fue porque el radicalismo genuino había sido destruido por el estalinismo, el fascismo y el reformismo; porque las justificaciones de los vencedores para llevar a cabo la guerra, aunque llenas de mentiras como siempre, fueron más creíbles que de costumbre (los enemigos vencidos eran obviamente los malos); y porque esta vez los vencedores se cuidaron de elaborar por adelantado el restablecimiento del orden de postguerra (se entregó Europa del este a Stalin a cambio de que garantizase la docilidad de los partidos comunistas francés e italiano y el abandono del Partido Comunista Griego insurgente). No obstante la sacudida de la guerra fue suficiente para abrir el camino de una revolución estalinista autónoma en China (que Stalin no había querido, puesto que esto amenazaba su dominio exclusivo sobre el “campo socialista”) y para dar un nuevo ímpetu a los movimientos anticoloniales (que los poderes coloniales europeos naturalmente no querían, aunque fuesen finalmente capaces de mantener los aspectos más provechosos de su dominación a través de una suerte de neocolonialismo económico que Estados Unidos ya estaba practicando).

Ante la perspectiva de un vacío de poder en la postguerra, los dominadores colaboran con frecuencia con enemigos ostensibles para reprimir a su propio pueblo. Al terminar la guerra franco-germana de 1870-71 el ejército alemán victorioso ayudó a sitiar la Comuna de París, posibilitando que los dominadores franceses la aplastaran más fácilmente. Cuando el ejército estalinista se aproximaba a Varsovia en 1944 llamó a la gente de la ciudad a levantarse contra los ocupantes nazis, y después esperó fuera de la ciudad unos días mientras los nazis suprimían a los elementos independientes así descubiertos que más tarde podrían haberse resistido a la imposición del estalinismo. Hemos visto recientemente un escenario similar en la alianza de facto Bush-Saddam tras la guerra del Golfo, cuando, después de llamar al pueblo iraquí a alzarse contra Saddam, el ejército americano masacró sistemáticamente a los conscriptos iraquíes que se replegaban de Kuwait (quienes, si hubieran alcanzado su país, habrían estado maduros para la revuelta) mientras dejaba a la Guardia Republicana de élite de Saddam intacta y libre para aplastar las inmensas sublevaciones al norte y al sur de Irak.(2)

En las sociedades totalitarias los agravios son obvios, pero la revuelta es difícil. En las sociedades “democráticas” las luchas son más fáciles, pero los objetivos están menos claros. Controlados en gran medida por el condicionamiento inconsciente o por vastas y aparentemente incomprensibles fuerzas (“el estado de la economía”) y ante la oferta de un amplio surtido de elecciones aparentemente libres, nos resulta difícil comprender nuestra situación. Como un rebaño de ovejas, somos conducidos en la dirección deseada, pero se deja el margen suficiente a las variaciones individuales para permitirnos preservar una ilusión de independencia.

Los impulsos al vandalismo y el enfrentamiento violento pueden verse a veces como intentos romper con esta abstracción frustrante y llegar a aferrar algo concreto.

Así como la primera organización del proletariado clásico fue precedida, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, por un período de actos “criminales” aislados, dirigidos a la destrucción de las máquinas de producción que privaban a la gente su trabajo, asistimos actualmente a la primera aparición de un vago vandalismo hacia las máquinas de consumo que nos privan igualmente de la vida. Es obvio que en este caso como entonces lo valioso no es la destrucción en sí misma, sino la insumisión que puede ser ulteriormente transformada en un proyecto positivo para reconvertir las máquinas en el sentido de un incremento del poder real de los hombres. [“Los malos días pasarán”, Internationale Situationniste # 7]

(Adviértase, de paso, esta última frase: El hecho de señalar un síntoma de crisis social, y defenderlo incluso como una reacción comprensible, no implica necesariamente que sea una táctica recomendable.)

Podrían enumerarse muchos otros desencadenantes de situaciones radicales. Una huelga puede extenderse (Rusia 1905); la resistencia popular a cualquier amenaza reaccionaria puede desbordar los límites oficiales (España 1936); la gente puede sacar provecho de una liberalización simbólica para ir más lejos (Hungría 1956, Checoslovaquia 1968); un pequeño número de acciones ejemplares pueden catalizar un movimiento de masas (las primeras ocupaciones por los derechos civiles en los Estados Unidos, mayo de 1968 en Francia); un atropello particular puede ser la gota que colme el vaso (Watts 1965, Los Angeles 1992); el colapso súbito de un régimen puede dejar un vacío de poder (Portugal 1974); una ocasión especial puede reunir a la gente en tal número que sea imposible evitar que expresen sus resentimientos y aspiraciones (Tiananmen 1976 y 1989); etc.

Pero una crisis social envuelve tantos imponderables que pocas veces es posible predecirla, y mucho menos provocarla. En general parece que lo mejor es apoyar los proyectos que más nos atraigan personalmente, mientras procuramos mantenernos lo bastante conscientes para reconocer rápidamente nuevos desarrollos significativos (peligros, tareas urgentes, oportunidades favorables) que reclamen nuevas tácticas.

Mientras tanto, podemos pasar a examinar alguno de los escenarios decisivos de las situaciones radicales una vez que se han desencadenado.

 

Efervescencia de situaciones radicales

Una situación radical es una revelación colectiva. En un extremo puede envolver a unas cuantas docenas de personas en un barrio o lugar de trabajo; en el otro se funda en una situación revolucionaria plena que implica a millones de personas. No es cuestión de número, sino de participación y diálogo siempre públicos y abiertos. El incidente que hay en el origen del Free Speech Movement [Movimiento por la libre expresión] (FSM) en 1964 es un ejemplo clásico y particularmente hermoso. Cuando la policía se llevaba arrestado a un activista por los derechos civiles del campus de la universidad en Berkeley, algunos estudiantes se sentaron delante del coche de la policía; en unos minutos otros cientos seguían espontáneamente su ejemplo, rodeando el coche de forma que no podía avanzar. Durante las siguientes 32 horas la carrocería del coche se transformó en tribuna para el debate abierto. La ocupación de la Sorbona de mayo del 68 creó una situación aún mas radical al atraer a gran parte de la población parisina no estudiantil; entonces la ocupación de las fábricas por los trabajadores por toda Francia se transformó en una situación revolucionaria.

En tales situaciones la gente se vuelve mucho más susceptible de llevar a cabo nuevas iniciativas, más dispuesta a cuestionar las antiguas creencias, más proclive a penetrar la farsa habitual. Cada día algunas personas pasan por experiencias que les llevan a cuestionar el sentido de sus vidas; pero durante una situación radical prácticamente todo el mundo lo hace al mismo tiempo. Cuando la máquina se detiene, las propias piezas empiezan a preguntarse por su función.

Los jefes son ridiculizados. Las órdenes no se respetan. Las separaciones se disuelven. Los problemas personales se convierten en cuestiones públicas; las cuestiones públicas que parecían distantes y abstractas se transforman en un asunto práctico inmediato. Se examina el viejo orden, se le critica, se le satiriza. La gente aprende más sobre la sociedad en una semana que en años de “estudios sociales” académicos o “toma de conciencia” izquierdista. Se reviven experiencias largo tiempo reprimidas.(3)Todo parece posible — y muchas más cosas lo son realmente. La gente apenas puede creer lo que tenía que soportar en “los viejos días.” Aunque el resultado sea incierto, la experiencia se contempla muchas veces como valiosa en sí misma. “Sólo tenemos tiempo... “ escribió un graffitero de mayo del 68; al que otros dos respondieron: “En todo caso, ¡no nos arrepentimos!” y “Diez días ya de felicidad.”

Cuando el trabajo se interrumpe, el frenético ir y venir es sustituido por el paseo ocioso, el consumo pasivo por la comunicación activa. Los desconocidos entablan animadas conversaciones en las esquinas. Los debates se suceden sin parar, nuevos recién llegados reemplazan constantemente a aquellos que marchan a otras actividades o tratan de conseguir unas horas de sueño, aunque están normalmente demasiado excitados para dormir mucho tiempo. Mientras unos sucumben a los demagogos, otros empiezan a hacer sus propias propuestas y toman sus propias iniciativas. Los espectadores se lanzan al torbellino y atraviesan cambios increíblemente rápidos. (Un hermoso ejemplo de mayo de 1968: el director del Teatro nacional Odeon se retiró consternado al fondo de la escena al ser tomado por las multitudes radicales; pero después de considerar la situación durante unos minutos, avanzó y exclamó: “¡Sí! ¡Ahora que lo tenéis, defendedlo, nunca lo entreguéis — quemadlo antes de hacerlo!”) [citado en el cap. 6 de Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones]

Por supuesto, no todo el mundo es ganado inmediatamente para la causa. Algunos se retraen simplemente, anticipándose al momento en que el movimiento amaine y puedan recuperar sus posesiones y sus posiciones, y vengarse. Otros vacilan, desgarrados entre el deseo y el miedo al cambio. Una brecha de unos días puede no ser suficiente para romper el tiempo de vida de condicionamiento jerárquico. La quiebra de los hábitos y rutinas puede ser tan desorientadora como liberadora. Todo sucede tan rápido que es fácil sentir pánico. Y si se logra mantener la calma, no es fácil comprender todos los factores en juego lo bastante deprisa para determinar qué hacer, lo cual puede parecer obvio a posteriori. Uno de los principales propósitos de este texto es indicar algunas situaciones típicas recurrentes, de forma que la gente pueda estar preparada para reconocer y explotar tales oportunidades antes de que sea demasiado tarde.

Las situaciones radicales son los raros momentos en que el cambio cualitativo llega a ser realmente posible. Lejos de ser anormales, revelan en qué medida estamos casi siempre anormalmente reprimidos. En comparación con ellas la vida “normal” parece la de un sonámbulo. Aunque se han escrito gran número de libros sobre las revoluciones, pocos han hablado en extensión de estos momentos. Aquellos que tratan sobre las revueltas modernas más radicales son casi siempre meramente descriptivos, aportando quizás alguna insinuación de lo que se siente en tales experiencias pero aportando pocas veces alguna penetración táctica útil. Los estudios de las revoluciones burguesa y burocrática son incluso menos relevantes generalmente. En tales revoluciones, donde las “masas” jugaron sólo un papel de apoyo temporal a una u otra dirección, su conducta puede analizarse en gran medida como los movimientos de las masas físicas, en términos de las metáforas familiares del flujo y el reflujo de las mareas, la oscilación del péndulo entre la radicalidad y la reacción, etc. Pero una revolución antijerárquica requiere que las personas dejen de ser homogéneas, masas manipulables, que vayan más allá del servilismo y la inconsciencia que les sujetan a este tipo de previsibilidad mecanicista.

 

Autoorganización popular

En los sesenta se pensaba generalmente que la mejor manera de favorecer una desmasificación tal era formar “grupos de afinidad”: pequeñas asociaciones de amigos con estilos de vida y perspectivas compatibles. Formar tales grupos tenía muchas ventajas obvias. Pueden decidir sobre un proyecto y llevarlo a cabo inmediatamente; son difíciles de infiltrar; y pueden vincularse a otros cuando sea necesario. Pero incluso dejando de lado los diversos peligros a los que la mayoría de los grupos de afinidad de los sesenta sucumbió pronto, es preciso reconocer el hecho de que algunos asuntos requieren una organización a gran escala. Y los grandes grupos se revertirán pronto aceptando la jerarquía a menos que logren organizarse de una forma que haga innecesarios a los líderes.

Una de las formas más simples para que comience a organizarse una gran asamblea es que quienes tengan algo que decir se organicen por turnos, físicamente o mediante listas, concediéndose un cierto tiempo a cada uno dentro del cual puedan decir lo que quieran. (La asamblea de la Sorbona y la concentración del FSM alrededor del coche de la policía establecieron un límite de tres minutos para cada uno, que se extendía ocasionalmente por aclamación popular.) Algunos de los oradores propondrán proyectos específicos que precipitarían grupos más pequeños y más operativos. (“Algunos de nosotros pretendemos hacer tal y tal; cualquiera que quiera tomar parte puede unirse a nosotros a tal o cual hora y lugar.”) Otros suscitarán temas que tendrán que ver con los objetivos generales de la asamblea y su funcionamiento permanente. (¿A quiénes incluye? ¿Cuándo se reunirá de nuevo? ¿Cómo tratará en el ínterin los nuevos desarrollos urgentes? ¿A quién se delegarán problemas específicos? ¿Con qué grado de responsabilidad?) En este proceso los participantes verán pronto lo que funciona y lo que no — con qué rigor necesitan ser ordenados los delegados, si hace falta un moderador para facilitar la discusión y que no hablen todos a la vez, etc. Son posibles muchos modos de organización; lo esencial es que las cosas sigan siendo abiertas, democráticas y participativas, que cualquier tendencia a la jerarquía o la manipulación sea inmediatamente expuesta y rechazada. 

A pesar de su ingenuidad y de sus confusiones y falta de responsabilidad delegada rigurosa, el FSM es un buen ejemplo de las tendencias espontáneas hacia la autoorganizacion práctica que surge en una situación radical. Se formaron dos docenas de “centrales” para coordinar impresión, comunicados de prensa, asistencia legal, búsqueda de comida, sistemas de megafonía y otros suministros necesarios, o colocar voluntarios que habían indicado sus habilidades y disponibilidad para diferentes tareas. Cadenas de llamadas telefónicas hicieron posible contactar a veinte mil estudiantes en poco tiempo.

Pero más allá de las meras cuestiones de eficiencia práctica, e incluso más allá de los temas políticos ostensibles, los insurgentes rompieron con toda la fachada espectacular y descubrieron el sabor de la vida real, la comunidad real. Un participante estimó que en unos meses había llegado a conocer, al menos vagamente, a dos o tres mil personas — esto en una universidad que sobresalía por “transformar a las personas en números.” Otro escribió conmovedoramente: “Al enfrentar una institución aparente y frustradamente diseñada para despersonalizar y bloquear la comunicación, ni humana ni elegante ni sensible, encontramos que florecía en nosotros la presencia por cuya ausencia protestábamos de corazón.”(4)

Una situación radical debe extenderse o fracasar. En casos excepcionales puede servir como base más o menos permanente un lugar particular, un centro de coordinación y refugio de la represión externa. (Sanrizuka, una región rural cercana a Tokyo ocupada por los granjeros locales en los años 70 en un esfuerzo para bloquear la construcción de un nuevo aeropuerto, fue tan terca y logradamente defendida durante muchos años que vino a ser utilizada como cuartel general de diversas luchas de todo Japón.) Pero una localización fija facilita la manipulación, vigilancia y represión, y el estar comprometido con su defensa inhibe la libertad de la gente para moverse alrededor. Las situaciones radicales se caracterizan siempre por una gran circulación: mientras unos convergen en los lugares clave para ver lo que sucede otros se dispersan para ampliar la contestación a otras áreas.

Una gestión simple pero esencial en cualquier situación radical es que la gente comunique lo que están haciendo y por qué. Aunque se trate de algo muy limitado, esa comunicación es en sí misma ejemplar: contribuye a extender la partida a un campo más amplio incitando a otros a unirse, rompe con la usual dependencia de los rumores, de los medios espectaculares y de los portavoces autoproclamados.

Es también un paso crucial de auto-clarificación. Una propuesta para lanzar un comunicado colectivo presenta alternativas concretas: ¿Con quién queremos comunicar? ¿Con qué propósito? ¿Quién está interesado en este proyecto? ¿Quién está de acuerdo con esta declaración? ¿Quién discrepa? ¿En qué puntos? Esto puede conducir a una polarización cuando la gente ve las posibilidades diferentes de la situación, recompone sus propios puntos de vista y se agrupa con personas de la misma opinión para llevar a cabo diversos proyectos. Tal polarización clarifica puntos a todos. Cada tendencia sigue siendo libre de expresarse y probar en la práctica sus ideas, y el resultado puede discernirse más claramente que si se mezclasen estrategias contradictorias con algún compromiso que hiciese de mínimo denominador común. Cuando la gente encuentra y reconoce una necesidad práctica de coordinación, se coordinará; mientras tanto, la proliferación de individuos autónomos es más fructuosa que la “unidad” superficial y organizada desde arriba a la que siempre apelan los burócratas.

Las grandes muchedumbres permiten a la gente hacer muchas veces cosas que serían imprudentes si fuesen acometidas por individuos aislados; y acciones colectivas, como huelgas y boicots, exigen que la gente actúe concertadamente, o al menos que no vayan contra la decisión de la mayoría. Pero muchos otros asuntos pueden tratarse directamente por individuos o grupos pequeños. Mejor golpear cuando el hierro está caliente que perder el tiempo tratando de debatir las objeciones de masas de espectadores que están todavía bajo el dominio de los manipuladores.

 

Los situacionistas en mayo de 1968

Los pequeños grupos tienen todo el derecho a elegir sus colaboradores: algunos proyectos pueden requerir capacidades específicas o un acuerdo pleno entre los participantes. Una situación radical abre posibilidades más amplias entre un sector más amplio de gente. Simplificando los temas básicos y rompiendo con las separaciones habituales, hace que la masa de gente ordinaria sea capaz de llevar adelante tareas que no hubiera imaginado una semana antes. En cualquier caso, las masas autoorganizadas son las únicas que pueden llevar adelante aquellas tareas — nadie más puede hacerlo en su lugar.

¿Cuál es el papel de los individuos radicales en tal situación? Está claro que no deben afirmar que representan o lideran a la gente. Por otro lado es absurdo afirmar, con el pretexto de evitar las jerarquías, que hay que “disolverse en la masa” y dejar de proponer los propios puntos de vista o de emprender los propios proyectos. No tienen por qué hacer menos que los individuos ordinarios de “la masa”, que deben expresar sus puntos de vista y emprender sus proyectos o nada en absoluto sucedería. En la práctica aquellos radicales que afirman tener miedo de “decir a la gente lo que tiene que hacer” o de “actuar en lugar de los trabajadores” terminan generalmente no haciendo nada o disfrazando las interminables reiteraciones de su ideología como “informes de discusiones entre algunos trabajadores.”

Los situacionistas y Enragés tuvieron una práctica considerablemente más lúcida y directa en mayo de 1968. Durante los primeros tres o cuatro días de ocupación de la Sorbona (14-17 mayo) expresaron abiertamente sus puntos de vista acerca de las tareas de la asamblea y el movimiento en general. Sobre la base de aquellos puntos de vista uno de los Enragés, René Riesel, fue elegido para el primer Comité de Ocupación de la Sorbona, y él y los demás delegados fueron reelegidos al día siguiente.

Riesel y otro delegado (el resto desaparecieron aparentemente sin desempeñar sus responsabilidades) se esforzaron en llevar a cabo las dos políticas que habían defendido: mantener la democracia total en la Sorbona y difundir lo más ampliamente posible las llamadas a la ocupación de fábricas y a la formación de los consejos obreros. Pero cuando la asamblea permitió repetidamente que su Comité de Ocupación fuera contradicho por varias burocracias izquierdistas no elegidas y dejó de afirmar la llamada a los consejos obreros (negando por tanto a los trabajadores el estímulo para que hiciesen lo que la propia asamblea estaba haciendo en la Sorbona), los Enragés y situacionistas abandonaron la asamblea y continuaron su agitación independientemente.

No hay nada no democrático en este abandono: la asamblea de la Sorbona siguió siendo libre de hacer lo que quería. Pero cuando dejó de responder a las tareas urgentes de la situación e incluso contradijo sus propias pretensiones de democracia, los situacionistas sintieron que ya no podía considerarse un punto focal de las posibilidades más radicales del movimiento. Su diagnosis fue confirmada por el colapso subsecuente de cualquier pretensión de democracia participativa en la Sorbona: tras su partida la asamblea ya no hizo elecciones y revirtió hacia la forma típica izquierdista de burócratas auto-proclamados llevando las cosas sobre las cabezas de las masas pasivas.

Mientras esto estaba ocurriendo entre unas mil personas en la Sorbona, millones de trabajadores estaban ocupando sus fábricas en todo el país. (De ahí el absurdo de caracterizar mayo de 1968 como un “movimiento estudiantil.”) Los situacionistas, los Enragés y unas docenas de otros revolucionarios consejistas formaron el Consejo para el Mantenimiento de las Ocupaciones (CMDO) con el objeto de incitar a estos trabajadores a prescindir de los burócratas sindicales y vincularse directamente uno a otro para realizar las posibilidades radicales que su acción había ya desplegado.(5)

 

El obrerismo está obsoleto, pero la posición de los trabajadores sigue siendo pivotal

“La indignación virtuosa es un poderoso estimulante, pero una dieta peligrosa. Recordar el viejo proverbio: la cólera es mala consejera. . . . Allí donde tus simpatías son fuertemente conmovidas por alguna persona o personas cruelmente maltratadas de las que no sabes nada excepto que son maltratadas, tu generosa indignación les atribuye toda suerte de virtudes, y toda suerte de vicios a aquellos que las oprimen. Pero la verdad franca es que la gente maltratada es peor que la gente bien tratada.”  (George Bernard Shaw, The Intelligent Woman’s Guide to Socialism and Capitalism)

“Aboliremos los esclavos porque no podemos aguantar su mirada.”  (Nietzsche)

Luchar por la liberación no supone aplaudir los rasgos de lo oprimido. La más extrema injusticia de la opresión social es que es más probable que degrade a las víctimas que las ennoblezca.

Gran parte de la retórica izquierdista tradicional procede de nociones obsoletas de la ética del trabajo: el burgués sería malo porque no realiza ningún trabajo productivo, mientras los honorables proletarios merecerían los frutos de su trabajo, etc. Como el trabajo ha llegado a ser cada vez más innecesario y dirigido hacia fines cada vez más absurdos, esta perspectiva ha perdido todo el sentido que pudiera haber tenido alguna vez. La cuestión no es alabar al proletariado, sino abolirlo.

La dominación de clase no ha desaparecido sólo porque un siglo de demagogia izquierdista haya conseguido que parte de la vieja terminología radical suene lo bastante sensiblera. Mientras hacía desaparecer progresivamente ciertos tipos de trabajo manual tradicional y abandonaba al desempleo permanente a sectores enteros de la población, el capitalismo moderno ha proletarizado a casi todos los demás. Oficinistas, técnicos, e incluso profesionales de clase media que antiguamente se ufanaban de su independencia (médicos, científicos, académicos) están cada vez más sujetos a la más cruda comercialización e incluso a una regimentación semejante al trabajo en cadena.

Menos de un 1% de la población mundial posee el 80% del territorio. E incluso en los supuestamente más igualitarios Estados Unidos, la disparidad económica es extrema y se hace constantemente más extrema. Hace veinte años el salario medio de un alto dirigente era 35 veces mayor que el salario medio del obrero de fabrica; hoy equivale a al menos 120 veces. Hace veinte años el 0,5% de los más ricos de la población americana poseía el 14% de la riqueza privada total; ahora poseen el 30% de la misma. Pero tales proporciones no dan la medida completa del poder de esta élite. La “riqueza” de las clases media y baja se dedica casi enteramente a cubrir sus necesidades cotidianas, dejando poco o nada para invertir en cualquier plano significativo que dé poder social. Un magnate que posea tan sólo el cinco o diez por ciento de una sociedad anónima podrá normalmente controlarla (debido a la apatía de la masa no organizada de pequeños accionistas), ejerciendo así tanto poder como si poseyera la corporación entera. Y hacen falta sólo unas cuantas corporaciones mayores (cuyas direcciones están estrechamente interrelacionadas una con otra y con las burocracias más altas del gobierno) para comprar, suprimir o marginalizar a competidores independientes más pequeños y controlar efectivamente a los políticos clave y a los medios.

El espectáculo omnipresente de la prosperidad de la clase media ha ocultado esta realidad, especialmente en los Estados Unidos donde, debido a su historia particular (y a pesar de la violencia de muchos de sus conflictos de clase del pasado), la gente es más ingenuamente inconsciente de las divisiones de clase que en cualquier otra parte del mundo. La extensa variedad de etnias y la multitud de gradaciones intermedias complejas han amortiguado y oscurecido la distinción fundamental entre dominantes y dominados. Los americanos poseen suficientes mercancías para no tener que prestar atención al hecho de que otros posean la sociedad completa. Excepto quienes están en lo más bajo, que no pueden evitar conocer mejor esto, asumen generalmente que la pobreza es culpa de los pobres, que cualquier persona emprendedora encontrará siempre muchas oportunidades, que si no puedes tener una vida satisfactoria en algún lugar puedes encontrar siempre un nuevo punto de partida en cualquier otro. Hace un siglo, cuando la gente simplemente tenía que desplazarse más al oeste, esta creencia tenía algún fundamento; la persistencia del espectáculo nostálgico de la frontera oscurece el hecho de que las condiciones presentes son muy diferentes y que ya no tenemos ningún sitio donde ir.

Los situacionistas utilizaron a veces el término proletariado (o más precisamente, el nuevo proletariado) en un sentido amplio para referirse a “todos aquellos que no tienen poder sobre sus propias vidas y lo saben.” Este uso puede ser poco riguroso, pero tiene el mérito de acentuar el hecho de que la sociedad está todavía dividida en clases, y que la división fundamental se da todavía entre unos cuantos que poseen y controlan todo y el resto que tiene poco o nada que cambiar más que su propio poder de trabajo. En algunos contextos puede ser preferible utilizar otros términos, como “el pueblo”; pero no cuando esto contribuye a mezclar indiscriminadamente explotadores con explotados.

No se trata de romantizar a los trabajadores asalariados que, no sorprendentemente, considerando que el espectáculo se diseña sobre todo para mantenerlos engañados, están con frecuencia entre los sectores más ignorantes y reaccionarios de la sociedad. Ni es cuestión de sopesar agravios diferentes para ver quién está más oprimido. Toda forma de opresión debe ser contestada, y todos pueden contribuir a esta contestación — mujeres, jóvenes, desempleados, minorías, lumpen, bohemios, campesinos, clases medias, e incluso renegados de la élite dominante. Pero ninguno de estos grupos puede alcanzar una liberación definitiva sin abolir el fundamento material de todas estas opresiones: el sistema de producción de mercancías y el trabajo asalariado. Y esta liberación sólo puede alcanzarse mediante la auto-abolición colectiva de los trabajadores asalariados. Sólo ellos tienen capacidad no sólo para llevar directamente a detenerse a todo el sistema, sino también para poner de nuevo las cosas en marcha de un modo fundamentalmente nuevo.(6)

Ni se trata de reconocer a nadie privilegios especiales. Los trabajadores en los sectores esenciales (alimentación, transporte, comunicaciones, etc.) que han rechazado a sus jefes capitalistas y sindicales y han comenzado a autogestionar sus actividades no tendrán obviamente interés en defender el “privilegio” de hacer todo el trabajo; por el contrario, tendrán un vivo interés en invitar a los otros, sean no trabajadores o trabajadores de sectores obsoletos (justicia, ejército, comercio, publicidad, etc.), a unirse a su proyecto para reducirlo y transformarlo. Cualquiera que tome parte cooperará en la toma de decisiones; sólo quedarán excluidos quienes permanezcan a un lado reclamando privilegios especiales.

El sindicalismo y el consejismo tradicionales se han inclinado excesivamente a tomar la división del trabajo existente como dada, como si la vida de la gente en una sociedad postrevolucionaria continuase girando alrededor de trabajos y lugares de trabajo fijos. Incluso dentro de la sociedad presente tal perspectiva se está haciendo cada vez más obsoleta: como la mayoría de la gente tiene trabajos absurdos y con frecuencia sólo temporales, sin identificarse de ninguna forma con ellos, y muchos otros no trabajan en absoluto en el mercado asalariado, los temas relativos al trabajo se convierten simplemente en un aspecto de una lucha más general.

Al principio de un movimiento puede convenir que los trabajadores se identifiquen como tales. (“Nosotros, trabajadores de tal o cual compañía, hemos ocupado nuestro lugar de trabajo con tales o cuales objetivos; urgimos a los trabajadores de otros sectores a hacer lo mismo.”) La meta última, sin embargo, no es la autogestión de las empresas existentes. Pretender, digamos, que los trabajadores de los medios deban tener control sobre estos sólo porque trabajan allí casualmente sería casi tan arbitrario como el control actual por parte de cualquiera que los posee casualmente. La gestión de los trabajadores de las condiciones particulares de su trabajo deberá combinarse con la gestión por parte de la comunidad de los asuntos de incumbencia general. Amas de casa y otros que trabajan en condiciones relativamente separadas tendrán que desarrollar sus propias formas de organización que les capaciten para expresar sus intereses particulares. Pero los conflictos potenciales de intereses entre “productores” y “consumidores” se superarán rápidamente cuando todos lleguen a estar directamente involucrados en ambos aspectos; cuando los consejos de trabajadores se interrelacionen con los consejos de comunidad y de barrio; y cuando las posiciones de trabajo fijas se apaguen gradualmente mediante la obsolescencia de la mayoría de los trabajos y la reorganización y rotación de aquellos que se mantengan (incluidos los trabajos del hogar y el cuidado de los niños).

Los situacionistas estuvieron verdaderamente en lo cierto al luchar por la formación de los consejos obreros durante las ocupaciones de fábricas de mayo de 1968. Pero debería anotarse que tales ocupaciones se pusieron en movimiento mediante acciones de la juventud en gran medida no trabajadora. Los situacionistas posteriores a mayo del 68 tendieron a caer en una especie de obrerismo (aunque con una ética resolutivamente anti-obrerista), contemplando la proliferación de huelgas salvajes como el mejor indicador de las posibilidades revolucionarias mientras dedicaban menos atención a desarrollos sobre otros terrenos. En realidad sucede frecuentemente que los obreros que son poco radicales a otros respectos son forzados a unirse a las luchas salvajes debido tan sólo a la descarada traición de sus sindicatos; y por otra parte, se puede resistir al sistema de muchas otras formas además de las huelgas (incluyendo en primer lugar evitar el trabajo asalariado en la medida en que sea posible). Los situacionistas reconocieron correctamente la autogestión colectiva y la “subjetividad radical” del individuo como aspectos complementarios e igualmente esenciales del proyecto revolucionario, pero sin conseguir completamente llegar a unirlas (aunque ciertamente lo hicieron más estrechamente que los surrealistas, que trataron de vincular la revuelta política y cultural declarando su adhesión ferviente a una u otra versión de la ideología bolchevique).(7)

 

Huelgas salvajes y ocupaciones

Las huelgas salvajes presentan posibilidades interesantes, especialmente si los huelguistas ocupan su lugar de trabajo. Esto no sólo hace su posición más segura (previene de cierres y esquiroles, y las máquinas y productos sirven como rehenes contra la represión), pone a todos juntos, garantizando prácticamente la autogestión colectiva de la lucha e insinuando la idea de la autogestión de la sociedad completa.

Una vez que el funcionamiento habitual de la fábrica se ha detenido todo adquiere un aspecto diferente. Un lugar de trabajo triste puede transfigurarse en un espacio casi sagrado, celosamente guardado contra la intrusión profana de los jefes o la policía. Un observador de la ocupación de 1937 en Flint, Michigan, describió a los huelguistas como “niños jugando a un nuevo y fascinante juego. Habían hecho un palacio de lo que había sido su prisión.” (Citado en Sit-Down: The General Motors Strike of 1936-1937, de Sidney Fine.) Aunque el objetivo de la huelga era simplemente conseguir el derecho a sindicación, su organización fue prácticamente consejista. En las seis semanas que vivieron en su fábrica (utilizando como camas asientos de coche y coches como armarios) una asamblea general de todos los 1200 trabajadores se reunía dos veces al día para determinar políticas relativas a alimentación, sanidad, información, educación, reclamaciones, comunicación, seguridad, defensa, deportes y entretenimientos, y para elegir comités responsables y frecuentemente rotativos para llevarlas a cabo. Hubo incluso un Comité de Rumores, cuyo propósito era contrarrestar la desinformación averiguando la fuente y probando la validez de cada rumor. Fuera de la fábrica, las mujeres de los huelguistas se ocupaban de reunir comida y organizar piquetes, publicidad, y coordinación con los trabajadores de otras ciudades. Algunas de las más audaces organizaron una Brigada de Emergencia de Mujeres que tenía un plan de contingencia para formar una zona de choque en caso de un ataque de la policía contra la fábrica. “Si la policía quiere disparar tendrán que hacerlo contra nosotras.”

Desafortunadamente, aunque los trabajadores mantienen una posición pivotal en algunas áreas cruciales (servicios, comunicación, transporte), en otros sectores tienen menor capacidad que en el pasado. Las compañías multinacionales tienen normalmente amplias reservas y pueden esperar más que los trabajadores o trasladar operaciones a otros países, mientras los trabajadores tienen que resistir un tiempo duro sin entrada de salario. Lejos de amenazar algo esencial, muchas huelgas actuales son meras llamadas a posponer el cierre de industrias obsoletas que están perdiendo dinero. Así, aunque la huelga siga siendo la táctica más básica de los trabajadores, deben también inventar otras formas de lucha en el trabajo y encontrar vías de relación con luchas en otros terrenos.

 

Huelgas de consumo

Como las huelgas obreras, las huelgas de consumo (boicots) dependen tanto del poder que puedan ejercer como del apoyo que puedan reclutar. Hay tantos boicots en favor de tantas causas que, excepto en algunos casos basados en algún tema moral notablemente claro, la mayoría fracasan. Como es con frecuencia el caso en las luchas sociales, las huelgas de consumidores más fructíferas son aquellas en que las personas están luchando directamente por sí mismas, como los antiguos boicots por los derechos civiles en el sur de los Estados Unidos o los movimientos de “autoreducción” en Italia y otros lugares en que comunidades enteras han decidido pagar sólo un cierto porcentaje de las facturas o de los billetes de tránsito de masas. Una huelga de renta es una acción particularmente simple y poderosa, pero difícilmente alcanza el grado de unidad necesario para iniciarla excepto entre aquellos que no tienen nada que perder; es por esto que los mayores desafíos ejemplares al fetiche de la propiedad privada están siendo llevados a cabo por okupas sin techo.

En lo que pueden llamarse boicots a la inversa, la gente a veces se une para apoyar alguna institución popular que ha sido amenazada. Reunir dinero para una escuela o librería local o institución alternativa es normalmente bastante banal, pero tales movimientos generan ocasionalmente un debate público saludable. En 1974 periodistas en huelga tomaron un periódico importante de Corea del Sur y comenzaron a publicar exposiciones de las mentiras y la represión gubernamentales. En un esfuerzo por arruinar el periódico sin tener que suprimirlo abiertamente, el gobierno presionó a todos los anunciantes para que retirasen sus anuncios del periódico. El público respondió comprando miles de anuncios individuales, utilizando su espacio para manifestaciones personales, poemas, citas de Tom Paine, etc. La “Columna de Apoyo a la Libertad de Expresión” pronto llenó bastantes páginas de cada número y su circulación se incrementó sucesivamente hasta que el periódico fue finalmente suprimido.

Pero las luchas de consumidores están limitadas por el hecho de que los consumidores son los receptores finales del ciclo de la economía: pueden ejercer una cierta presión mediante protestas o boicots o disturbios, pero no controlan los mecanismos de producción. En el incidente coreano mencionado arriba, por ejemplo, la participación del público sólo fue posible gracias a la toma del periódico por parte de los trabajadores.

Una forma particularmente interesante y ejemplar de lucha obrera es lo que se llama a veces “huelga social” o “huelga de donación,” en las que la gente prosigue con sus trabajos pero de forma que prefiguren un orden social libre: los trabajadores regalan los bienes que han producido, los dependientes cobran menos a la clientela, los trabajadores del transporte permiten circular libremente a cualquiera. En febrero de 1981, 11.000 trabajadores de teléfonos ocuparon intercambiadores a través de toda la Columbia Británica y mantuvieron todos los servicios de teléfono sin cargo durante seis días antes de ser embaucados para que abandonasen por su sindicato. Además de conseguir muchas de sus demandas, parece que pasaron un tiempo maravilloso.(8) Se pueden imaginar formas de ir más allá y llegar a ser más selectivos, como bloquear llamadas de comercios y del gobierno mientras se permite que se hagan libremente llamadas personales. Los trabajadores postales podrían hacer lo mismo con las cartas; los del transporte podrían continuar enviando bienes necesarios mientras rechazan transportar a la policía o a tropas militares...

Pero este tipo de huelga no tendrían sentido para la gran mayoría de trabajadores cuyos trabajos no sirven a un propósito sensato. (Lo mejor que estos trabajadores pueden hacer es denunciar públicamente el absurdo de su propio trabajo, como hicieron algunos diseñadores de publicidad durante mayo de 1968.) Más aún, incluso el trabajo útil está con frecuencia tan parcelado que los grupos separados de trabajadores pueden aportar pocos cambios por sí mismos. Y la pequeña minoría que consigue producir productos acabados y vendibles (como hicieron los trabajadores que en 1973 tomaron la fábrica de relojes en quiebra Lip en Besançon, Francia, y comenzaron a hacerla funcionar por sí mismos) continúan normalmente dependiendo de la financiación comercial y las redes de distribución. En el caso excepcional en que tales trabajadores lo consigan por sí mismos, llegan simplemente a ser una compañía capitalista más; con más frecuencia, sus innovaciones autogestionadas acaban simplemente racionalizando la operación a beneficio de los propietarios. Un “Estrasburgo de las fábricas “ sólo puede ocurrir si los trabajadores que se encuentran en una situación como la de Lip utilizan las facilidades y la publicidad de forma que les permita ir más lejos que los trabajadores de Lip (que luchaban simplemente para salvar sus empleos) llamando a otros a unírseles en la superación de todo el sistema de producción mercantil y el trabajo asalariado. Pero es poco probable que esto ocurra hasta que exista un movimiento lo bastante amplio que aumente las perspectivas de la gente y compense los riesgos — como en mayo de 1968, cuando la mayoría de las fábricas de Francia estaban ocupadas:

 

Lo que pudo suceder en mayo de 1968

Si, en una simple gran fábrica, entre el 16 y el 30 de mayo, se hubiese constituido una asamblea general como un consejo con todos los poderes de decisión y ejecución, expulsando a los burócratas, organizando su autodefensa y llamando a los huelguistas de todas las empresas a unirse a ellos, este paso cualitativo podría haber llevado inmediatamente al movimiento al momento decisivo. . . . Un número muy amplio de empresas habrían seguido el camino así abierto. Esta fábrica podría haber tomado inmediatamente el lugar de la dudosa y en todos los sentidos excéntrica Sorbona de los primeros días y haber llegado a ser el centro real del movimiento de las ocupaciones: delegados genuinos de los numerosos consejos que ya existían prácticamente en algunos de los edificios ocupados, y de todos los consejos que podrían haberse impuesto en todas las ramas de la industria, se habrían reunido alrededor de esta base. Una asamblea tal podría entonces haber proclamado la expropiación de todo el capital, incluyendo el capital del estado; al anunciar que todos los medios de producción del país serían en lo sucesivo propiedad colectiva del proletariado organizado en democracia directa; y llamar directamente (apoderándose finalmente de algunos medios de telecomunicación, por ejemplo) a los trabajadores del mundo entero a apoyar esta revolución. Algunos dirán que tal hipótesis es utópica. Nosotros respondemos: es precisamente porque el movimiento de las ocupaciones estuvo objetivamente en muchos momentos a sólo una hora de este resultado por lo que infundió tanto terror, visible a la vez para cualquiera en la impotencia del estado y en el pánico del llamado Partido Comunista, y en la conspiración de silencio mantenida desde entonces en lo concerniente a su gravedad. [“El comienzo de una nueva época,” Internationale Situationniste # 12]

Los que impidieron que esto sucediera fueron sobre todo los sindicatos, en particular el mayor del país: la CGT dominada por el Partido Comunista. Inspirados por la juventud rebelde que había combatido a la policía en las calles y tomado la Sorbona y otros edificios públicos, diez millones de trabajadores ignoraron a sus sindicatos y ocuparon prácticamente todas las fábricas y muchas de las oficinas del país, lanzando la primera huelga general salvaje de la historia. Pero la mayoría de estos trabajadores no tuvieron nada claro qué hacer después de que hubieron permitido que la burocracia sindical se insinuase al movimiento que había tratado de impedir. Los burócratas hicieron todo lo que pudieron para romper y fragmentar el movimiento: llamadas a breves huelgas, creación de falsas “organizaciones de base” compuestas por miembros fieles del Partido Comunista; control de los sistemas de megafonía; amañamiento de elecciones en favor del retorno al trabajo; y lo más crucial: cierre de las puertas de la fábrica para mantener a los trabajadores aislados unos de otros y de los otros insurgentes (con el pretexto de “defenderse contra los provocadores de fuera”). Los sindicatos procedieron entonces a negociar con los empresarios y el gobierno un paquete de bonificaciones salariales y de vacaciones. Este soborno fue rechazado enfáticamente por una amplia mayoría de trabajadores, que tenían la noción, aunque confusa, de que había un cambio más radical en la agenda. A primeros de junio, al presentar De Gaulle la alternativa de palo o zanahoria de nuevas elecciones o guerra civil, intimidó finalmente a muchos trabajadores que volvieron al trabajo. Hubo todavía numerosos resistentes, pero su separación uno de otro permitía a los sindicatos decir a cada grupo que todos los demás habían reanudado el trabajo, de manera que tenían que creer que estaban solos y renunciaban.

 

Métodos de confusión y cooptación

Como en mayo de 1968, cuando los países más desarrollados están amenazados por una situación radical, utilizan normalmente la confusión, las concesiones, toques de queda, distracciones, desinformación, fragmentación, anticipación, postpuesta y otros medios de desviación, dividiendo y cooptando a la oposición, reservando la represión física abierta como último recurso. Estos métodos, que van de lo sutil a lo ridículo,(9) son tan numerosos que sería imposible mencionar aquí más que unos cuantos.

Un método común para confundir los problemas es distorsionar el alineamiento aparente de fuerzas proyectando diversas posiciones en un esquema linear, izquierda contra derecha, implicando que si te opones a uno de los lados estás a favor del otro. El espectáculo del comunismo contra el capitalismo sirvió a este propósito durante medio siglo. A partir del reciente colapso de esta farsa, la tendencia ha sido declarar un consenso pragmático global centrista, encasillando a toda oposición como “extremismos” lunáticos-marginales (fascismo y fanatismo religioso a la derecha, terrorismo y “anarquía” a la izquierda).

Uno de los métodos clásicos de divide-et-impera ha sido discutido anteriormente: favorecer que los explotados se fragmenten en una multitud de cerradas identidades de grupo, que pueden ser manipuladas dirigiendo sus energías a disputas entre sí. A la inversa, pueden unirse las clases oponentes mediante la histeria patriótica u otros medios. Los frentes populares, los frentes unidos y coaliciones similares sirven para oscurecer los conflictos fundamentales de interés en nombre de una oposición unida frente al enemigo común (burguesía + proletariado contra régimen reaccionario; estratos militares y burocráticos + campesinos contra la dominación extranjera). En tales coaliciones el grupo superior tiene generalmente los recursos materiales e ideológicos para mantener su control sobre el grupo inferior, que es obligado a posponer la acción autoorganizada por y para si mismo hasta que sea demasiado tarde. Cuando se ha obtenido la victoria sobre el enemigo común, el grupo superior ha tenido tiempo de consolidar su poder (con frecuencia mediante una nueva alianza con elementos del grupo derrotado) para aplastar a los elementos radicales del grupo inferior.

Cualquier vestigio de jerarquía dentro de un movimiento radical se utilizará para dividirlo y socavarlo. Si no hubiera líderes cooptables, se crean unos cuantos mediante exposición mediática intensiva. Los gobernantes pueden negociar con los líderes y hacerlos responsables de un dominio de sus seguidores; una vez que han sido cooptados, pueden establecer cadenas similares de comandos a su lado, posibilitando que una gran masa de gente sea puesta bajo control sin que los dominantes tengan que tratar con todos ellos abierta y simultáneamente.

La cooptación de líderes sirve no sólo para separarlos de la gente, sino también para dividir a la gente entre sí — algunos ven la cooptación como una victoria, otros la denuncian, otros dudan. Como la atención se desplaza desde las acciones participativas hasta el espectáculo de las celebridades líderes distantes que debaten temas distantes, la mayoría de la gente se aburre y desilusiona. Al sentir que los asuntos están fuera de su alcance (quizás incluso secretamente aliviada de que otro se ocupe de ello), vuelven a su pasividad previa.

Otro método para desanimar la participación popular es enfatizar problemas que parecen requerir habilidades especializadas. Un ejemplo clásico fue la estratagema de ciertos jefes militares alemanes en 1918, en el momento en que los consejos de trabajadores y soldados que emergieron como consecuencia del colapso alemán al final de la I Guerra Mundial tuvieron potencialmente el país en sus manos:

En la tarde del 10 de noviembre, cuando el Comando Supremo estaba todavía en Spa, un grupo de siete hombres alistados se presentaron en el cuartel. Eran el “Comité Ejecutivo” del Consejo Supremo de Soldados del Cuartel General. Sus demandas eran algo confusas, pero obviamente esperaban jugar un papel en el comando de la Armada durante su retiro. Al menos ellos querían el derecho a refrendar las órdenes del Comando Supremo y asegurar que el ejército de operaciones no era utilizado para ningún propósito contrarrevolucionario. Los siete soldados fueron cortésmente recibidos por el lugarteniente coronel Wilhelm von Faupel, que había ensayado cuidadosamente para la ocasión. . . . Faupel dejó a los delegados en la habitación de mapas del Comando Supremo. Todo fue señalado en un mapa gigantesco que ocupaba toda una pared: el enorme complejo de carreteras, líneas de ferrocarril, puentes, conmutadores, tuberías, puestos de mando y depósitos de provisiones — todo un intrincado encaje de líneas rojas, verdes, azules y negras que convergían en un estrecho cuello de botella en los puentes cruciales del Rhin. . . . Faupel entonces volvió con ellos. El Comando Supremo no tenía objeción a los consejos de soldados, dijo, pero ¿hizo que sus oyentes se sintiesen competentes para dirigir la evacuación general del ejército alemán a lo largo de estas líneas de comunicación? . . . Los soldados desconcertados miraban desasosegadamente el inmenso mapa. Uno de ellos concedió que eso no era lo que ellos habían pensado realmente — “Este trabajo puede bien ser dejado para los oficinistas.” Al final, los siete soldados dieron de buena gana su apoyo a los oficiales. Más que esto, suplicaron prácticamente a los oficinistas que se quedasen con los comandos. . . . Siempre que una delegación del consejo de soldados aparecía en el Cuartel Supremo, el coronel Faupel volvía a repetir su vieja performance; siempre funcionó. [Richard Watt, The Kings Depart: Versailles and the German Revolution]

 

El terrorismo refuerza el Estado

El terrorismo ha servido con frecuencia para romper el impulso de las situaciones radicales. Esto aturde a la gente, la convierte en espectadores que siguen ansiosamente las últimas noticias y especulaciones. Lejos de debilitar el estado, el terrorismo parece confirmar la necesidad de reforzarlo. Si los espectáculos terroristas no surgen espontáneamente cuando se los necesita, el propio estado puede producirlos por medio de provocadores. (Ver Sobre el terrorismo y el estado de Sanguinetti y la última parte del Prefacio a la cuarta edición italiana de “La sociedad del espectaculo.” de Debord). Un movimiento popular apenas puede impedir que los individuos lleven a cabo acciones terroristas u otras acciones irreflexivas que pueden desviarlo de su propósito y destruirlo tan seguramente como si fuese obra de un provocador. La única solución es crear un movimiento con tácticas tan firmemente consistentes y no manipulativas que cualquiera reconozca las estupideces individuales o las provocaciones de la policía de lo que ellos son.

Una revolución antijerárquica debe ser una “conspiración abierta.” Obviamente hay cosas que requieren secreto, especialmente bajo los regímenes más represivos. Pero incluso en tales casos los medios no deberían ser inconsistentes con la meta última: la supresión de todo poder separado mediante la participación consciente de todos. El secreto tiene con frecuencia el resultado absurdo de que la policía es la única que sabe lo que está pasando, y puede así infiltrar y manipular un grupo radical sin que nadie más sea consciente de ello. La mejor defensa contra la infiltración es asegurarse de que no hay nada de importancia que infiltrar, es decir, que ninguna organización radical ejerza un poder separado. La mejor salvaguardia está en el número: una vez que miles de personas están abiertamente involucradas, no pasa nada si unos pocos espías están infiltrados entre ellos.

Incluso en las acciones de pequeños grupos la seguridad depende con frecuencia de un máximo de publicidad. Cuando algunos de los participantes en el escándalo de Estrasburgo empezaron a tener miedo y sugirieron moderar las cosas, Mustapha Khayati (el delegado de la IS que fue el principal autor del panfleto Sobre la miseria en el medio estudiantil) indicó que el curso más seguro no debería ser evitar ofender demasiado a las autoridades — ¡como si hubieran de agradecerles que les insultasen sólo moderada e indecisamente! — sino perpetrar un escándalo tan ampliamente publicitado que no pudieran tomar represalias.

 

El momento decisivo

Volviendo a las ocupaciones de fábricas de mayo de 1968, supongamos que los trabajadores franceses hubieran rechazado las maniobras de los burócratas y establecido una red consejista a través de todo el país. ¿Y entonces qué?

Ante tal eventualidad, la guerra civil habría sido naturalmente inevitable. . . . La contrarrevolución armada habría sido lanzada inmediatamente. Pero no habría estado segura de ganar. Parte de las tropas obviamente se habría amotinado. Los trabajadores habrían aprendido a tener armas, y ciertamente no habrían construido ninguna otra barricada (una buena forma de expresión política al principio del movimiento, pero obviamente ridícula desde el punto de vista estratégico). . . . La intervención extranjera se habría producido inevitablemente . . . Empezando probablemente por las fuerzas de la OTAN, pero con el apoyo directo o indirecto del Pacto de Varsovia. Pero todo habria dependido una vez mas del proletariado europeo: doble o nada. [“El comienzo de una nueva época”, Internationale Situationniste, # 12]

Toscamente hablando, la significación de la lucha armada varía de modo inverso al grado de desarrollo económico. En los países más subdesarrollados las luchas sociales tienden a reducirse a luchas militares, porque sin armas es poco lo que pueden hacer las masas empobrecidas que les lesione más que los dominadores, especialmente cuando su tradicional autosuficiencia ha sido destruida por una economía de monocultivo destinada a la exportación. (Pero incluso si vencen militarmente, pueden ser normalmente dominados por la intervención extranjera o presionados para someterse a la economía mundial, a menos que otras revoluciones paralelas en otros lugares abran nuevos frentes.)

En los países más desarrollados la fuerza armada tiene relativamente menor significación, aunque pueda, por supuesto, ser todavía un factor importante en ciertas coyunturas críticas. Es posible, aunque no muy eficiente, forzar a la gente a hacer trabajos manuales simples a punta de pistola. No es posible hacer esto con la gente que trabaja con papel u ordenadores dentro de una sociedad industrial compleja — hay allí demasiadas oportunidades de fastidiosos “errores” de los cuales resulta imposible averiguar el autor. El capitalismo moderno requiere una cierta cooperación e incluso participación semicreativa de sus trabajadores. Ninguna gran empresa podría funcionar un sólo día sin la autoorganización espontánea de los trabajadores, al reaccionar a los problemas imprevistos, compensar los errores de los gestores, etc. Si los trabajadores se comprometen en una huelga “de celo” en la que no hagan otra cosa que seguir estrictamente todas las regulaciones oficiales, el funcionamiento total se retardará o incluso se interrumpirá completamente (llevando a los dirigentes, que no pueden condenar abiertamente tal rigor, a una posición divertidamente delicada al tener que indicar a los trabajadores que deberían cumplir con su trabajo sin ser demasiado rigurosos). El sistema sobrevive sólo porque la mayoría de los trabajadores son relativamente apáticos y, para no buscarse problemas, cooperan lo suficiente para que las cosas marchen.

Las revueltas aisladas pueden reprimirse de modo individual; pero si un movimiento se amplía lo bastante rápido, como en mayo de 1968, unos cientos de miles de soldados y policías apenas pueden hacer nada ante diez millones de trabajadores en huelga. Un movimiento tal solo puede destruirse desde dentro. Si la gente no sabe lo que tiene que hacer, las armas no podrán ayudarles; si lo saben las armas no podrán detenerles.

Sólo en ciertos momentos las personas están lo bastante “unidas” para rebelarse con éxito. Los dominantes más lúcidos saben que pueden estar seguros mientras puedan contener tales intentos antes de que desarrollen demasiado impulso y autoconciencia, sea mediante represión física directa o mediante las varias especies de desviación mencionadas arriba. Apenas importa que la gente se dé cuenta más tarde de que han sido engañados, que hubieran tenido la victoria en sus manos sólo de haberlo sabido: una vez que la oportunidad ha pasado, es demasiado tarde.

Las situaciones ordinarias están llenas de confusiones, pero los problemas no son normalmente tan urgentes. En una situación radical las cosas se simplifican a la vez que se aceleran: los problemas se vuelven más claros, pero hay menos tiempo para resolverlos.

El caso extremo se dramatiza en una famosa escena del Potemkin de Eisenstein. Los marineros amotinados, con las cabezas cubiertas por una lona, han sido alineados para ser fusilados. Los guardias apuntan sus rifles y reciben la orden de disparar. Uno de los marineros grita: “¡Hermanos! ¡Sabéis contra quienes disparáis?” Los guardias vacilan. Se da otra vez la orden. Tras una incertidumbre angustiosa los guardias bajan sus armas. Ayudan a los marineros a atacar el almacén de armas, se unen a ellos contra los oficiales, y la batalla es pronto ganada.

Nótese que incluso en ésta confrontación violenta el resultado es más un asunto de autoconciencia que de poder bruto: una vez que los guardias se ponen de parte de los marineros, la lucha ha acabado efectivamente. (El resto de la escena de Eisenstein — una larga pelea entre un malvado oficinista y un héroe revolucionario martirizado — es mero melodrama.) En contraste con la guerra, en la que dos lados distintos se enfrentan conscientemente uno a otro, “ la lucha de clases no es sólo una lucha lanzada contra un enemigo externo, la burguesía, es también la lucha del proletariado contra sí mismo: contra los efectos devastadores y degradantes del sistema capitalista sobre su conciencia de clase” (Lukács, Historia y conciencia de clase). La revolución moderna tiene la cualidad peculiar de que la mayoría explotada gana automáticamente tan pronto como llega a ser colectivamente consciente del juego que se juega. El oponente del proletariado no es en última instancia sino el producto de su propia actividad alienada, bien en la forma económica de capital, la forma política de partidos burocracias sindicales, o la forma psicológica del condicionamiento espectacular. Los dominadores son una minoría tan pequeña que serían aplastados inmediatamente si no hubieran conseguido embaucar a una amplia proporción de la población para que se identifiquen con ellos, o tomen al menos su sistema como dado; y especialmente para que lleguen a dividirse entre ellos.

La lona en la cara, que deshumaniza a los amotinados, haciendo más fácil para los guardias el disparar, simboliza esta táctica de divide-et-impera. El grito “¡Hermanos!” representa la contratáctica de la confraternización.

Aunque la confraternización refuta la mentira sobre lo que está sucediendo en otras partes, su poder reside en su mayor parte en el efecto emocional del encuentro humano directo, que recuerda a los soldados que los insurgentes son personas no esencialmente diferentes de ellos mismos. El estado trata naturalmente de impedir tal contacto llevando tropas de otras regiones que no estén familiarizadas con lo que está teniendo lugar y que, si es posible, no hablen siquiera la misma lengua; y reemplazándolas rápidamente si a pesar de todo llegan a contaminarse demasiado por las ideas rebeldes. (¡A algunas de las tropas rusas enviadas a aplastar la revolución húngara de 1956 les dijeron que estaban en Alemania y que las personas que se les enfrentaban en las calles eran Nazis resurgidos!)

Para descubrir y eliminar a los elementos más radicales, un gobierno provoca a veces deliberadamente una situación que llevará a una excusa para la represión violenta. Este es un juego peligroso, sin embargo, porque, como en el incidente del Potemkin, forzar la cuestión puede provocar que las fuerzas armadas se pongan de parte de la gente. Desde el punto de vista de los dominadores la estrategia óptima es blandir la amenaza sólo lo suficiente, de forma que no necesite arriesgar el momento decisivo. Esto funcionó en Polonia en 1980-81. Los burócratas rusos sabían que invadir Polonia podría traer consigo su propia caída; pero la amenaza constantemente insinuada de tal invasión consiguió intimidar a los trabajadores radicales polacos, que podían fácilmente haber derribado el estado, por tolerar la persistencia de fuerzas militares-burocráticas dentro de Polonia. Estas pudieron finalmente reprimir el movimiento sin tener que llamar a los rusos.

 

Internacionalismo

“Los que hacen revoluciones a medias sólo cavan su propia tumba.” Un movimiento revolucionario no puede obtener una victoria local y esperar entonces coexistir pacíficamente con el sistema hasta estar listo para intentar algo más. Todos los poderes existentes dejarán de lado sus diferencias para destruir cualquier movimiento popular verdaderamente radical antes de que se extienda. Si no pueden aplastarlo militarmente, lo estrangularán económicamente (las economías nacionales son ahora tan globalmente interdependientes que ningún país quedaría inmune a tal presión). El único modo de defender una revolución es extenderla, tanto cualitativamente como geográficamente. La única garantía contra la reacción interna es la liberación radical de todos los aspectos de la vida. La única garantía contra la intervención externa es la rápida internacionalización de la lucha.

La expresión más profunda de la solidaridad internacionalista es, por supuesto, hacer una revolución paralela en su propio país (1848, 1917-1920, 1968). Si esto no es posible, la tarea más urgente es al menos prevenir la intervención contrarrevolucionaria desde el propio país, como cuando los trabajadores ingleses presionaron a su gobierno para que no apoyase a los estados esclavistas durante la Guerra Civil Americana (incluso cuando esto significaba mayor desempleo debido a la falta de importaciones de algodón); o cuando los trabajadores occidentales se pusieron en huelga y se sublevaron contra los intentos de sus gobiernos de apoyar las fuerzas reaccionarias durante la guerra civil que sucedió a la revolución rusa; o cuando personas de Europa y de América se opusieron a la represión de sus países de revueltas anticoloniales.

Desafortunadamente, incluso tales esfuerzos defensivos mínimos son bastante raros. El apoyo internacionalista positivo es todavía más difícil. Mientras los dominadores mantienen el control de los países más poderosos, el refuerzo personal directo se complica y se limita. Las armas y otros suministros pueden ser interceptados. A veces ni siquiera las comunicaciones llegan hasta que es demasiado tarde.

Algo que consigue trascender es un anuncio de un grupo que ha renunciado a su poder sobre otro o a sus reclamaciones contra otro. La revuelta fascista de 1936 en España, por ejemplo, tuvo una de sus bases principales en el Marruecos español. Muchas de las tropas de Franco eran marroquíes y las fuerzas antifascistas podrían haber explotado este hecho declarando a Marruecos independiente, incitando de este modo una revuelta en la retaguardia de Franco y dividiendo sus fuerzas. La probable ampliación de tal revuelta a otros países árabes podría haber desviado al mismo tiempo las fuerzas de Mussolini, que apoyaban a Franco, para defender las posesiones italianas en el norte de África. Pero los líderes del gobierno del Frente Popular español rechazaron esta idea por miedo a que un estímulo tal del anticolonialismo alarmara a Francia e Inglaterra, de las cuales estaban esperando ayuda. No es necesario decir que esta ayuda nunca llegó de ninguna forma.(10)

De modo similar, si antes de que los seguidores de Khomeini pudieran consolidar su poder, los iraníes insurgentes en 1979 hubieran apoyado la total autonomía de los kurdos, baluchis y azerbaianes, podría haberlos ganado como firmes aliados de las tendencias iraníes más radicales y podría haber extendido la revolución a los países adyacentes donde se habían traslapado porciones de aquellas gentes, mientras socavaban simultáneamente a los seguidores reaccionarios de Khomeini en Irán.

Estimular la autonomía de otros no implica apoyar cualquier organización o régimen que pueda aprovecharse de ello. Es cuestión simplemente de dejar que los marroquíes, los kurdos, o cualquiera resuelva sus propios acontecimientos. La esperanza es que el ejemplo de una revolución antijerárquica en un país inspire a otros a contestar sus propias jerarquías.

Esta es nuestra única esperanza, pero no es enteramente irreal. El contagio de un movimiento genuinamente liberado nunca debe despreciarse.

 


NOTAS

1. Sobre la revolución cultural, ver “Le point d’explosion de l’ideologie en Chine”, Internationale Situationniste # 11 y Simon Leys: The Chairman’s New Clothes.

2. “Como chiítas y kurdos combatían el régimen de Saddam Hussein y los partidos de oposición iraquí trataban de remendar juntos un futuro democrático, los Estados Unidos se encontraron en la incómoda posición de apoyar la continuación de una dictadura de partido único en Irak. Las declaraciones del gobierno de los Estados Unidos, incluida la del presidente Bush, habían acentuado el deseo de ver a Saddam Hussein derrocado, pero no a Irak dividida en una guerra civil. Al mismo tiempo, los oficiales de la administración de Bush habían insistido en que la democracia no es actualmente una alternativa viable para Irak. . . . Esto pudo explicar el hecho de que hasta aquí, la administración rechazase reunirse con los líderes de la oposición iraquí en el exilio. . . . ‘Los árabes y los americanos tienen la misma agenda,’ dijo un diplomático de la coalición (contra Irak). ‘Queremos a Irak en los mismos límites y que Saddham desaparezca. Pero aceptaremos a Saddam en Baghdad para mantener Irak como un estado.’ ” (Christian Science Monitor, 20 marzo 1991.)

3. “Me resulta pasmosa la memoria de la gente para retener su propio pasado revolucionario. Los eventos presentes han sacudido esta memoria. Las fechas que nunca aprendieron en la escuela, las canciones nunca cantadas abiertamente, son recordadas en su totalidad. . . . El ruido, el ruido, el ruido todavía suena en mis oídos. Los cuernos tocando a juego, los gritos, los slogans, los cantos y bailes. Las puertas de la revolución parecen abiertas otra vez, tras cuarentayocho años de represión. En aquel simple día todo cambió de perspectiva. Nada estaba dado por Dios, todo debía hacerse por el hombre. La gente podía ver su miseria y sus problemas en una posición histórica. . . . Ha pasado una semana, y ya parecen varios meses. Toda hora ha sido vivida intensamente. Ya es difícil recordar el aspecto anterior de los periódicos, o lo que la gente decía entonces. ¿No ha habido siempre una revolución?” (Phil Mailer, Portugal: ¿La revolución imposible?)

4. Uno de los momentos más intensos fue cuando los huelguistas alrededor del coche de la policía evitaron una confrontación potencialmente violenta con una turba hostil de estudiantes conservadores que trataban de interrumpir la asamblea permaneciendo completamente en silencio durante media hora. Al no recibir viento por sus velas, los que interrumpían llegaron a aburrirse y desconcertarse, y finalmente se dispersaron. Tal silencio colectivo tiene la ventaja de disolver las reacciones compulsivas de ambos lados; ya que no hay nada implícito en él, sin el dudoso contenido de muchos slogans y canciones. (Cantar “We Shall Overcome” [“Venceremos”: cancion popular del movimiento por los derechos civiles] ha servido también para calmar a la gente en situaciones difíciles, pero al precio de sentimentalizar la realidad.)

El mejor recuento del FSM es The Free Speech Movement de David Lance Goines (Ten Speed Press, 1993).

5. Sobre mayo de 1968 ver René Viénet: Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones. y “El comienzo de una nueva época”, en I.S. # 12. También se recomienda Roger Grégoire y Fredy Perlman: Worker-Student Action Committees, France May ’68(Black & Red, 1969).

6. “ La clase obrera no sólo DETENDRÁ las industrias, sino que REABRIRÁ, bajo la gestión de los negocios apropiados, las actividades que sean necesarias para preservar la salud y la paz públicas. Si la huelga continúa, la clase obrera puede sentirse inclinado a evitar el sufrimiento público reabriendo más y más actividades BAJO SU PROPIA DIRECCIÓN. Y es por esto por lo que decimos que nos hemos metido en una carretera que conduce — ¡NADIE SABE DÓNDE!” (Anuncio de la víspera de la huelga general de Seattle de 1919.) Ver Jeremy Brecher: Strike! (South End, 1972), pp. 101-114. Recuentos más extensivos se incluyen en Root & Branch: The Rise of the Workers’ Movements y en Revolution in Seattle, de Harvey O’Connor.

7. Raoul Vaneigem (que escribió incidentalmente una breve y buena historia crítica del surrealismo) representó la expresión más clara de ambos aspectos. Su librito De la grève sauvage à l’autogestion généralisée (“De la huelga salvaje a la autogestión generalizada,”) recapitula provechosamente una serie de tácticas básicas durante las huelgas salvajes y otras situaciones radicales así como varias posibilidades de organización social postrrevolucionaria. Desafortunadamente está también adornado con la inflada verborrea característica de los escritos post-SI de Vaneigem, atribuyendo a las luchas obreras un contenido vaneigemista que no es necesario ni está justificado. El aspecto de la subjetividad radical se coaguló en una ideología de hedonismo tediosamente repetida en los últimos libros de Vaneigem (El libro de los placeres, etc.), que se leen como cándidas parodias de las ideas con las que trató tan incisivamente en sus trabajos anteriores.

8. “¡Es el segunda día de esto (esta huelga), y estoy cansada, pero comparado con las sensaciones positivas que están pasando por este lugar, la fatiga no tiene posibilidad de asentarse. . . . . ¿Quién olvidará la visión de la cara de los directores cuando les dijimos que nosotros teníamos ahora el control, y que sus servicios ya no eran obviamente necesarios. . . . Todo continúa normal, excepto que no facturamos las llamadas. . . . Estamos también haciendo amigos de otros departamentos. Los muchachos del piso de abajo vienen a ayudarnos y aprender nuestros trabajos. . . . Estamos volando. . . . Nadando en adrenalina pura. Es como si poseyéramos toda la condenada empresa.  . . Los signos que hay en la puerta dicen, CO-OP TEL: BAJO NUEVA DIRECCION — NO SE PERMITEN DIRECTORES.” (Rosa Collette, “Operators Dial Direct Action,” Open Road,Vancouver, Spring 1981.)

9. “Una compañía sudafricana está vendiendo un vehículo antidisturbios que emite música disco por unos altavoces para calmar los nervios de los individuos potencialmente problemáticos. El vehículo, adquirido ya por una nación negra, que la compañía no identifica, lleva también un cañón de agua y lanzador de gas.” (AP, 23 septiembre 1979.)

10. Si esta cuestión hubiera sido expuesta abiertamente a los trabajadores españoles (que ya había prescindido del vacilante gobierno del Frente Popular cogiendo las armas y resistiendo al golpe fascista por sí mismos, y en el proceso desencadenó la revolución) ellos probablemente hubiesen estado de acuerdo en conceder la independencia a Marruecos. Pero en cuanto fueron dominados por los líderes políticos — incluyendo incluso a muchos líderes anarquistas — al tolerar a este gobierno en nombre de la unidad antifascista, no pudieron ser conscientes tales temas.
     La revolución española sigue siendo la experiencia revolucionaria más rica de la historia, aunque fue complicada y oscurecida por la guerra civil simultánea contra Franco y por las agudas contradicciones dentro del campo antifascista, que — junto a dos o tres millones de anarquistas y anarcosindicalistas y un contingente considerablemente más pequeño de marxistas revolucionarios (el POUM) — incluía republicanos burgueses, autonomistas étnicos, socialistas y estalinistas, con los últimos en particular haciendo todo lo que estaba en su mano para reprimir la revolución. Las historias más comprehensivas son Revolution and the War in Spain de Pierre Broué y Emile Témime y The Spanish Revolutionde Burnett Bolloten (éste último está también sustancialmente incorporado en el trabajo final monumental de Bolloten, The Spanish Civil War). Algunos buenos relatos de primera mano están en Homage to Catalonia, de George Orwell, The Spanish Cockpit, de Franz Borkenau y Red Spanish Notebookde Mary Low y Juan Breá. Otros libros dignos de leerse son Lessons of the Spanish Revolution, de Vernon Richards, To Remember Spain, de Murray Bookchin, The Spanish Labyrinth, de Gerald Brenan, Sam Dolgoff: The Anarchist Collectives,Abel Paz: Durruti: The People Armed, y Victor Alba y Stephen Schwartz’s Spanish Marxism versus Soviet Communism: A History of the P.O.U.M.



Capítulo 3 de “El placer de la revolución” de Ken Knabb, traducción de Luis Navarro revisada por Ken Knabb. Versión original: The Joy of Revolution.

No copyright.

Capítulo 1: Cosas de la vida
Utopía o quiebra. “Comunismo” estalinista y “socialismo” reformista son simples variantes del capitalismo. Democracia representativa versus democracia delegativa. Irracionalidades del capitalismo. Revueltas modernas ejemplares. Algunas objeciones comunes. El dominio creciente del espectáculo
Capítulo 2: Excitación preliminar
Descubrimientos personales. Intervenciones críticas. Teoría versus ideología. Evitar falsas elecciones y elucidar las verdaderas. El estilo insurreccional. Cine radical. Opresionismo versus juego. El escándalo de Estrasburgo. La miseria de la política electoral. Reformas e instituciones alternativas. Corrección política, o igualdad en la alienación. Inconvenientes del moralismo y el extremismo simplista. Ventajas de la audacia. Ventajas y límites de la noviolencia.
Capítulo 4: Renacimiento
Los utópicos no preven la diversidad postrevolucionaria. Descentralización y coordinación. Protecciones contra los abusos. Consenso, dominio de la mayoría y jerarquías inevitables. Eliminar las raíces de la guerra y el crimen. Abolición del dinero. Absurdo de la mayor parte del trabajo presente. Transformar el trabajo en juego. Objeciones tecnofóbicas. Temas ecológicos. El florecimiento de comunidades libres. Problemas más interesantes.


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